Sigo
pensando que el factor esencial en la educación es la persona. La tecnología es
meramente un medio, que puede ser útil o no. Explica Inés Dussel (Investigadora
titular de DIE-CINVESTAV) en una entrevista que “los estudios demuestran que para que un aula sea buena tiene que haber
un buen docente, una buena perspectiva pedagógica, preocupación por el
aprendizaje, una relación entre seres humanos. Y esto las computadoras no te lo
garantizan”.
Sin
embargo, la imposición tecnológica en las aulas está en auge. A pesar de todo
lo que dicen los verdaderos expertos en la materia, explica Inger Enkvist que “los pedagogos universitarios, los políticos
–y los vendedores de ordenadores– repiten el mensaje de que el aprendizaje se
puede llevar a cabo sin profesores si los alumnos utilizan un apoyo informático”
(Educación:
guía para perplejos, ed. Encuentro, p. 31). La cita podría seguir con
lo que explica Carlos Cardona: “Una
máquina, un medio audiovisual, un ordenador, no puede educar. Con él se
logrará, a lo sumo, instruir un poco. Pero no más, y eso incluso en el supuesto
de que tal medio sea personalmente dirigido y sobre la base de un mínimo de
relación interpersonal” (Ética del quehacer educativo, ed.
Rialp, p. 59).
La
gran pregunta creo que sigue siendo: ¿aporta algo la tecnología a la educación?
Pues, si no aporta nada, ¿para qué dedicar tanto empeño en implementarla? Si
alguien lo hace y demuestra que se obtienen mejores personas, mejores
aprendizajes o mejores resultados, adelante, pero que muestre evidencias. Yo
aún no las he encontrado, sino más bien todo apunta a lo contrario. A quien
quiera seguir pensando que los ordenadores o los ipads, por sí mismos, van a
modernizar y mejorar la enseñanza, le diré que deje de confiar en las máquinas
y empiece a confiar en las personas. O, en palabras de Steve Jobs, “lo que no funciona con la educación, no se
arregla con la tecnología”.
Sin
embargo, sigo escuchando a demasiadas personas defender que la tecnología en el
aula es tan sólo la inocente sustitución del soporte, y suelen compararlo a la
revolución que supuso la imprenta. En pocas palabras: sólo pasamos del papel a
la pantalla. Si incorporar ipads y ordenadores para los alumnos sólo implicara
sustituir el soporte, estaría de acuerdo. Pero la pantalla por sí misma tiene
sus riesgos, y no hace falta indagar mucho para constatar que tiene efectos
negativos en el aprendizaje. Nos vuelve a explicar Inger Enkvist, por ejemplo,
que “no es lo mismo leer en internet que
leer un libro (…). Que siempre haya más páginas y más información tiende a
disminuir el valor de lo que tenemos delante de los ojos” (p. 76). Las
pantallas fomentan la dispersión y tienden a disminuir la atención, sí, ese
valor que va tan ligado al conocimiento. También reducen la capacidad de abstracción,
por ejemplo, como constata un estudio reciente del que el diario El
mundo se hizo eco. De hecho, los efectos no deseados que tienen las pantallas
en niños y adolescentes son demasiados. No pretendo enumerarlos, se puede leer
con calma, por ejemplo, el capítulo 15 del libro Educar en la realidad, de
Catherine L’Ecuyer, donde da unas pinceladas, basadas en estudios rigurosos,
sobre esos efectos negativos. Otros autores alertan también de la dependencia
que crea la pantalla y, especialmente, internet en los inocentes cerebros de
los niños y adolescentes del siglo XXI.
Porque,
en definitiva, “lo que cambia rápidamente
es la tecnología, mientras que los fundamentos científicos cambian muy
lentamente” (Inger Enkvist, La escuela posmoderna). La
tecnología puede sernos útil para ilustrar conocimientos, para ayudar a
comprender ciertas cosas, y estoy convencido de que más de un profesor les ha
sacado mucho rendimiento a las pantallas. No hay que ser tecnófobo. Puede ser
un medio útil y válido si lo usamos en su justa medida. Pero no es posible que
la tecnología pueda ser el sustento de ningún sistema educativo, de ningún sistema
de enseñanza ni de ningún proyecto pedagógico. Sigo pensando que ese sustento
sólo pueden ser las personas, que somos en definitiva quienes enseñamos y educamos.