EDUCACIÓN Y SENSATEZ

La educación, al menos desde que el gran pedagogo Sócrates intentara alcanzar la sabiduría provocando partos entre sus discípulos y detractores, siempre se ha producido por la interacción entre los seres humanos, por el encuentro del sabio con el ignorante, del instruido con el inculto, del versado con el iletrado, o, en resumen, del maestro con el alumno.

domingo, 26 de marzo de 2017

Educación emocional (Parte I): la motivación





Según los principios de lo que se autodenomina neuro-educación, necesitamos la emoción para aprender. Y parece ser que si no hay emoción no hay aprendizaje. Creo que esta afirmación es engañosa. Eso no significa que sea necesariamente falsa, sino incompleta o reduccionista. Empecemos a matizar: la emoción sólo es un tipo de afecto.
Siempre he pensado que la afectividad es parte integral de nuestro “ser humano”. No es un apéndice ni un añadido. Eso significa que la afectividad siempre está presente. Todo lo que hacemos, todo lo que nos rodea, todas las personas con las que tratamos, despiertan nuestra afectividad. Pues los afectos son reacciones a estímulos, externos o internos. El deseo, el enamoramiento, la ira, la aflicción o el aburrimiento, son afectos. Los afectos no son buenos ni malos: se presentan como reacciones. Y esas reacciones son a menudo inconscientes. ¿Es malo el aburrimiento? No, sólo es la manifestación de un estado de ánimo o una reacción ante algo que no me atrae. En todo caso, si hay aburrimiento, ya hay un afecto presente. ¿Eso significa que el aburrimiento ya es válido como emoción para llevar a cabo el aprendizaje?
Creo que es tan nocivo evitar siempre las emociones y sentimientos, como pretender que siempre estén presentes. ¿Es malo hacer algo que no me emociona? Se lo podemos preguntar a una madre que cambia el pañal de su hijo. Creo que ninguna madre lo hace porque ese acto le emocione. De hecho, aún no he conocido a ninguna madre que exclame de alegría ante esta situación. Creo que la emoción que despierta la caca en el pañal de un niño suele llamarse “asco”. Así que la emoción está presente, sólo que no es positiva. En otras palabras: no es “motivante”. Porque existen muchos tipos de motivaciones. Y las motivaciones más profundas del ser humano muchas veces no van acompañadas de “emociones o sentimientos positivos”. La motivación del padre o de la madre por cambiar el pañal de su hijo, no está en cambiar el pañal de su hijo, sino en que desean lo mejor para su hijo. Por eso no le dejan con el pañal sucio y hacen algo concreto que no les emociona.
Otro ejemplo: un adolescente ve a Paco de Lucía tocando flamenco y se asombra. El asombro (que puede ir acompañado o no de una emoción), conduce al deseo de aprender. En el deseo ya entra en juego la emoción. Entonces, con todo el entusiasmo del mundo, el chaval buscará clases de guitarra. Sin embargo, con el tiempo se encontrará con diferentes dificultades. Por ejemplo, las escalas. Él quiere tocar como Paco de Lucía. Pero puede acabar creyendo que las repetitivas y molestas escalas se lo impedirán. Son tan repetitivas, que incluso puede pensar que eso coarta su libertad o su creatividad. Aún no sabe que dominar las escalas le ayudará más adelante, entre otras cosas, a improvisar. Así que el joven puede cansarse y dejar las clases. ¿Ha fallado el profesor porque no ha motivado al alumno? ¿Es mal profesor porque le obligaba a hacer algo aburrido y costoso? Creo que no: esencialmente fallaría el alumno porque le ha faltado perseverancia. La perseverancia es una virtud, y la virtud no necesita la emoción para ejercitarse, más bien necesita un motivo. Pero es algo que hemos olvidado. Quizá el chico tendría que haber recordado las palabras de Paco de Lucía: “Llevo desde niño practicando todos los días una media de 14 horas y a eso, en mi tierra, le llaman duende”.
Y es que confundimos motivación con “estar emocionado” o “hacer las cosas sin esfuerzo”. En su libro Qué pasó con la educación, la profesora Luisa Juanatey explica con ironía en el capítulo 3: “Motivar – el nuevo verbo de moda, que en la práctica pareció venir a significar ser simpaticón a toda hora, con lo cual todo alumno aprobaría sin esfuerzo – era una especie de obligación universal que le había caído encima al profe”. Y ahí seguimos.
La definición etimológica de motivación es “causa de un movimiento”. Una emoción puede ser una motivación. Pero la emoción siempre es efímera, así que una motivación basada en la emoción será breve. De hecho, “motivación” está emparentada con “motivo”. Y tener un motivo requiere haber pensado ese motivo, pero no necesariamente haberlo “sentido”. Aquel que tiene un motivo para hacer las cosas, posee una motivación. Por ejemplo, el padre de familia que está a disgusto en un trabajo, trabaja para mantener a su familia, no porque su trabajo le motive. Porque la verdadera motivación procede del interior de la persona. Y es cada alumno quien debe encontrar sus motivaciones, no esperar a que sean otros quienes despierten sus emociones. Porque eso equivaldría a hacer depender la enseñanza de estímulos externos. Si nos limitamos a “emocionar” a los alumnos, nos quedaremos en la superficie. Y resulta utópico considerar que los niños pueden vivir con emociones positivas cada momento de su vida.
Hay muchas materias que, de partida, no despiertan el interés de los alumnos. La solución genérica que ofrecen los actuales gurús de la educación es que eliminemos las materias y que cada alumno se dedique a estudiar lo que le interesa. Parece ser que si un niño no quiere aprender historia, gramática o matemáticas, ya está bien que se dedique a estudiar el oso panda, la evolución de la mountain bike, o a investigar sobre el trasfondo de Dungeons & Dragons. Esas son las cosas que antes hacíamos en nuestro tiempo libre, lo que siempre hemos llamado “aficiones”. Y cada uno, siendo niño, dedicaba tiempo a aquello que le apasionaba. Quizá el problema esté en que muchos niños ya no tienen aficiones más allá de los videojuegos o de los aparatos electrónicos. Pero, sinceramente, creo que las aficiones de los niños nunca ha sido una de las competencias de los colegios.
Un profesor hace lo posible por despertar el interés de sus alumnos y para que la materia les atraiga. Eso es motivar. Pero, una vez despertado el interés, debe haber esfuerzo por parte del alumno. El profesor no puede pasarse el día sorprendiendo o motivando a sus alumnos: no es un showman. Si el alumno no pone de su parte, la motivación decae poco a poco. Porque si hay interés pero no se ejercita el hábito, la motivación decrece hasta desaparecer. Y todo profesor sabe que motivar a un niño sin hábitos es como sembrar en un desierto. Sin embargo, en el caso contrario, cuando hay hábitos, a medida que se trabaja y se comprende una materia, hay más interés por esa materia: es lo que se denomina motivación intrínseca.
A un alumno le resulta difícil encontrar motivos para hacer las cosas. El horizonte de futuro de un niño no va más allá de “qué merendaré” o “a qué jugaré esta tarde”. El de un adolescente es más amplio, pero no creo que alcance más allá de “la semana que viene”. El adolescente que deja la guitarra porque odia las escalas, lo hace por pereza, porque en su horizonte particular están una serie de tardes aburridas practicando escalas. El chaval no ve más allá de esas semanas, no es consciente de todos los beneficios que tiene esa práctica. Así que va a lo fácil: abandono y, por ejemplo, me enchufo a la Play. Es decir: gratificación inmediata y emoción positiva. Y, si tiene la suerte de jugar on-line, a lo mejor aprende ruso sin esfuerzo… Aunque aquí se presenta otro de los problemas de la motivación: la falta de confianza en el profesor, que le dice al adolescente que aprender esas escalas es la mejor forma de ser un genio de la guitarra. Cabe añadir que, aunque puedan existir otros métodos diferentes a la repetición, esos métodos requerirán el mismo esfuerzo.
Creo que los niños ya viven suficientemente “sobre estimulados”. Por eso no comprendo la insistencia en afirmar que la emoción es necesaria. Y quizá ha llegado el momento de redescubrir que “despertar el interés” o “generar asombro por el conocimiento”, no es necesariamente “emocionar al alumno”. O que educar a una persona no es tenerla contenta o emocionada constantemente, sino procurar que esa persona sea capaz de generar motivaciones profundas y dar sentido a las cosas que hace, más allá de que le produzcan el placer inmediato de una emoción positiva.

jueves, 16 de marzo de 2017

Relativismo y educación



En ocasiones, ponemos frases bonitas en las redes sociales pero no pensamos demasiado en su significado. Da igual si no la hemos madurado o si desconocemos el contexto. O si simplemente la hemos copiado/pegado del twiter de algún iluminado. Si aporta algo o no tampoco parece importar demasiado. Se pone y uno se siente orgulloso de un pensamiento efímero que ni siquiera le pertenece. A veces, incluso nos sentimos inteligentes por ello. Y, lo más preocupante: mientras quede bien, sea políticamente correcto y no ofenda a nadie, dará lo mismo si es verdad o una falsedad. 

En el mundo de la educación es una costumbre. Hace un tiempo, encontré esta sentencia que un profesor compartió en la red social: “No es mejor profesor el que más conocimientos tiene, sino el que más consigue enseñar”. Es la típica frase de gurú: suena bien, recibe aplausos, pero no aporta nada. Aunque lo más peligroso es que crea confusión. Acerquémonos a la cuestión: creo que el profesor que más enseña es el que mejor comunica. Pero sólo se puede comunicar lo que uno posee, es decir, lo que se conoce bien y se ha interiorizado. Por tanto, para ser “el que más consigue enseñar” no basta con ser buen comunicador, sino que también hay que saber mucho. A lo mejor la frase en cuestión quería expresar un deseo. Quizá su  objetivo era justificar la ignorancia o mediocridad del autor. No lo sé. Pero lleva a la falsa afirmación, tan habitual hoy en día, de que para enseñar no es necesario conocer, una contradicción en toda regla que está de moda en el mundo de la educación.
Esa frase es un buen ejemplo de lo que se denomina falacia. Una falacia es un error en el razonamiento. En concreto, esa afirmación surge de un “falso dilema”: ¿qué es más importante, enseñar conocimientos o utilizar metodologías efectivas de enseñanza? Pocos se darán cuenta de que no son cuestiones excluyentes ni tampoco motivo de debate, aunque algunos hayan creado un debate con ello. Porque hoy nos venden que lo único importante es el método, que ya no es necesario el conocimiento. Y todo porque, por ejemplo, tipos como un tal Richard Gerver se ganan la vida afirmando en conferencias que “lo importante no es lo que enseñas, sino cómo lo enseñas”. Aunque tenemos suerte de que personas como Gregorio Luri  son capaces de poner las cosas en su sitio: “Si en la escuela la preocupación por cómo se debe enseñar se desvincula de la preocupación por lo que se enseña, el educador puede acabar convertido en un showman más dedicado a llenar el tiempo de la clase con actividades lúdicas adaptadas al interés singular de cada alumno que a educar su carácter”.

El discurso de la educación está plagado de falacias, redundancias y contradicciones, en gran parte gracias a esos personajes que identificamos como gurús. Por ejemplo, cuando alguien afirma entre aplausos el clásico: “Nuestros alumnos son del siglo XXI pero los profesores somos del siglo XX”. Es otra frase recurrente que he visto a menudo compartida en las redes sociales por profesores entusiastas. Dejando de lado que la frase sólo proclama una evidencia temporal, lo que en realidad pretende expresar es que, si los métodos que utiliza un profesor son “tradicionales”, ya no tienen validez porque los niños son “más modernos”. Pues lo que suele seguir a esa frase es el famoso: “¡Hay que cambiar el paradigma!” Pero eso es tan absurdo como afirmar que el método socrático está obsoleto porque tiene más de dos mil años de historia. Con tantos años a la espalda, debe ser un método “mega-súper-tradicional” y, por tanto, inviable para que los niños del siglo XXI aprendan algo. ¿Cómo puede alguien defender el método socrático si nuestros alumnos son del siglo XXI y Sócrates perteneció al siglo IV a.C.? Lo de proponer que nos adaptemos a los niños del siglo XXI enseñando por proyectos, por ejemplo, ya parece recochineo: resulta que ese modernísimo método tiene más cien años de historia. En este caso, se trata de la falacia “non sequitur”, pues no existe relación lógica entre la eficacia de un método pedagógico y el siglo en que se propuso tal método.

Ya he comentado en varias entradas algunas falacias recurrentes en el mundo educativo (por ejemplo, AQUÍ). Y es que hay que tener cuidado con lo que decimos o compartimos, pues es fácil crear confusión entre padres, maestros y alumnos. Creo que la responsabilidad de tanta confusión en el mundo educativo no es una exclusividad de los gurús. Ellos sólo son “hijos predilectos de su tiempo”. Ni tampoco podemos señalar sólo a presentadores de televisión, opinadores profesionales, o personajes públicos que se lanzan a opinar superficialmente sobre temas que desconocen. Creo que la confusión crece gracias al silencio de tantas personas que ven esas incongruencias pero no las denuncian, quienes tienen miedo a gritar que el emperador que va desnudo. Cada uno conocerá sus motivos. Además, la confusión también es un mal endémico de nuestra cultura, la cultura del pensamiento débil, donde no es necesario demostrar lo que se afirma. Este suele ser el razonamiento: “Es ‘mi opinión’ y todos tienen que respetarla. ¿Cómo se atreve alguien a contradecirme? Esa será tu verdad, y es tan opinable como la mía. ¿Dices que es falso lo que digo? ¡Estás atacando a mi integridad personal! Claro, los que intentan demostrar que me equivoco, son esos retrógrados, reaccionarios, tradicionalistas, franquistas, ultraconservadores… [Da igual lo que seas o defiendas: si atentas contra el discurso establecido puedes ser tildado de todo eso]. Y, si no lo son, pues los ignoro, les trato como si no existieran y espero a que calen mis falsas acusaciones en la opinión pública. Y yo, a lo mío, con mi cara de inocencia porque tengo buenas intenciones, con mi discurso basado en frases que enganchen y en neuromitos socialmente aceptados, con mi producto novedoso y milagroso de encefalograma plano, porque yo soy moderno, porque yo sé adaptarme al cambio, porque yo lo valgo…”. Qué le vamos a hacer. El verdadero problema es cuando las personas con esa mentalidad tienen cargos de responsabilidad.

Por desgracia, demasiada gente espera soluciones fáciles y mentiras reconfortantes, por eso venden tanto los discursos de homeopatía educativa. La búsqueda de la verdad o la evidencia que aporta el método científico respecto a las metodologías, sólo son una molestia, expresiones que han quedado en desuso. Porque estamos en el siglo XXI, y ahora cada uno construye su propia verdad. Y es necesario respetar la verdad opinable de cada uno en nombre de la tolerancia, aunque su verdad sea una mentira. 

Me encanta el título del nuevo libro de Alberto Royo, La sociedad gaseosa. Tengo ganas de leerlo. Quizá el autor tenga razón y hemos superado la fase del pensamiento líquido para llegar a un estado gaseoso del intelecto. Llegado a ese estado, sólo nos quedará aceptar que “la nada es el fundamento de todo”, como predicaba Nishitani, y puede que alcancemos de ese modo un estado final de vacuidad mental e intelecto vegetativo. Y es que el hombre posmoderno adora tanto el progreso que no puede dejar de superarse a sí mismo.



martes, 7 de marzo de 2017

Tradición, progreso e innovación



Creo que una de las cosas que más daño ha hecho a la educación (al menos a nivel teórico) es la demonización de las palabras “tradición” o “tradicional”. La Ilustración denostó esa palabra, pero desde la revolución de mayo del 68, vivimos en una sociedad que entiende “tradición” como “esclavitud”, “vida rutinaria” o “falta de libertad”. Sin embargo, ninguna de esas palabras está asociada a “tradición” o “tradicional”. Basta con consultar un diccionario de sinónimos.
Muchas veces también se contrapone la palabra “tradición” a la palabra “progreso”. Pero no son contrarios. Según la RAE, progreso significa “avance, adelanto, perfeccionamiento”. La palabra “innovación” también se presenta como contraria a “tradición”. Sin embargo, “innovar” significa “introducir novedades sobre algo, siempre y cuando la aplicación sea exitosa”. Es decir, tanto si innovamos como si progresamos, siempre lo hacemos en relación a algo que ya existe, y con el único fin de mejorar ese “algo”. No se puede innovar o progresar rechazando todo lo anterior, sino más bien transformando o cambiando lo que objetivamente no funciona. Porque, como escribió Ortega y Gasset: “El progreso no consiste en aniquilar el ayer, sino en conservar aquella esencia del ayer que tuvo la virtud de crear ese hoy mejor”.
Es cierto que la palabra “tradición” tiene como sinónimos “antiguo” o “clásico”. Sin embargo, si un supuesto progreso o una supuesta innovación no mejoran “lo antiguo” o “lo clásico”, dejan de ser “innovación” o “progreso”, y se convierten en “retrocesos” o en meros “cambios superficiales”. Pues un progreso implica “perfeccionamiento”, y una innovación que “la aplicación sea exitosa”. Sin embargo, concebimos con demasiada frecuencia que lo “antiguo” equivale a desfasado, atrasado o inútil, algo que tampoco es cierto. Así que asociamos desfasado, atrasado o inútil con “tradicional”, errando de nuevo la asociación de palabras y caricaturizando la palabra “tradición”.
No se puede vivir anclado en el pasado. Hay modos de hacer o tradiciones que se demuestran erróneas o dañinas. Otras sólo nos llevan a realizar actos rutinarios o costumbristas. Y también existen tradiciones absurdas que han perdido el sentido que tenían. En todo caso, cuando una tradición o un modo de hacer las cosas pierden su sentido o se convierten en una losa, es una estupidez mantenerlas. Defender ese tipo de tradiciones o “modos de hacer” equivale a convertirse en un “tradicionalista” o en un “reaccionario”. Pero negar el valor de toda tradición, es el otro extremo, que en el mundo educativo podríamos denominar “innovacionismo”. Y es el extremo más usual en el actual discurso educativo, ese que lleva a derribar muros o a cambiar paradigmas. Además, creo que en la educación hay valores atemporales, que permanecen al margen de toda tradición, innovación o ideología. Y deberíamos hacer el esfuerzo de discernir cuáles son antes de intentar cambiar las cosas.
Pongamos un ejemplo. Puede ser cierto que, durante años, en la enseñanza se haya abusado de la memorización. No lo sé, pues debo admitir que a mí nunca me obligaron a aprender cosas como la lista de los reyes godos. En todo caso, la memorización es buena y necesaria por sí misma. “Progresar” en este caso equivaldría a racionalizar la memorización, a buscar y a proporcionar a los alumnos herramientas para que memorizar no se reduzca a lo que conocemos como “empollar”. O a investigar de qué modo podemos ayudar a los alumnos a que la memorización lleve a interiorizar o a asimilar la materia, y que ésta no se quede en un mero “atragantamiento” de datos. Lo que no se puede hacer es rechazar la memorización o reducirla al mínimo porque “al alumno no le gusta”. O llegar a decir, por ejemplo, que “no es necesario aprender las tablas de multiplicar porque para eso ya tenemos calculadoras”, como he oído decir no sólo a gurús, sino también a maestros de primaria. Porque no es la máquina la que aprende matemáticas, sino el niño. Y si no asientan bien los conocimientos básicos, es imposible que los alumnos alcancen conocimientos complejos. O que alguno de esos alumnos se plantee estudiar física o ingeniería con garantías, por ejemplo. Es como la falacia de moda en la educación: decir que no necesitamos aprender conocimientos porque todo está en internet. El señor internet puede ser sabio, erudito, y aportar ingentes cantidades de información. Pero internet no forma, no busca, no filtra, no aporta espíritu crítico. Si internet tiene millones de datos, pero las cabezas de nuestros alumnos están vacías, ¿en qué hemos progresado?
Como he comentado más de una vez, no pertenezco a ninguna facción educativa, no me considero “innovacionista” ni “tradicionalista”. Sin embargo, me atrevo a decir que el discurso “innovacionista” de tantos gurús es tan compacto, que ha logrado crear un bando contrario que no existe, un enemigo imaginario al que ha denominado escuela “tradicional” o “escuela del siglo XIX”. Me atrevo a afirmar algo así porque aún no he encontrado a ningún profesor, ni uno solo, que abogue por “eliminar los enchufes de las escuelas”, por “memorizar la lista de los reyes godos”, por “recuperar la regla como instrumento de disciplina”, o que defienda “la clase magistral, la memorización y la repetición” como únicos y absolutos métodos pedagógicos. Si rebuscamos un poco, a lo mejor encontramos a alguno de esos profesores “tradicionalistas” a los que tanto se critica y nadie sabe dónde están…
Decía Chesterton que “la tradición es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas”. No sé si es cierto. Yo sólo puedo decir que las personas de quienes más he aprendido, quienes me han enseñado a ser profesor, a lidiar con un aula, a transmitir y a enseñar la materia, a tratar con adolescentes, a crecer y profundizar en mi profesión, han sido una serie de profesores con mucha experiencia en las aulas, algunos cuando estaban a punto de jubilarse.
Es cierto que muchas cosas no funcionan en la educación desde hace años. A pesar de todo, siempre he encontrado a un número considerable de buenos profesores y a muchos alumnos con ganas de aprender. Así que me atrevo a afirmar que, a pesar de la fiebre innovacionista, la brasa sigue encendida.