EDUCACIÓN Y SENSATEZ

La educación, al menos desde que el gran pedagogo Sócrates intentara alcanzar la sabiduría provocando partos entre sus discípulos y detractores, siempre se ha producido por la interacción entre los seres humanos, por el encuentro del sabio con el ignorante, del instruido con el inculto, del versado con el iletrado, o, en resumen, del maestro con el alumno.

martes, 7 de marzo de 2017

Tradición, progreso e innovación



Creo que una de las cosas que más daño ha hecho a la educación (al menos a nivel teórico) es la demonización de las palabras “tradición” o “tradicional”. La Ilustración denostó esa palabra, pero desde la revolución de mayo del 68, vivimos en una sociedad que entiende “tradición” como “esclavitud”, “vida rutinaria” o “falta de libertad”. Sin embargo, ninguna de esas palabras está asociada a “tradición” o “tradicional”. Basta con consultar un diccionario de sinónimos.
Muchas veces también se contrapone la palabra “tradición” a la palabra “progreso”. Pero no son contrarios. Según la RAE, progreso significa “avance, adelanto, perfeccionamiento”. La palabra “innovación” también se presenta como contraria a “tradición”. Sin embargo, “innovar” significa “introducir novedades sobre algo, siempre y cuando la aplicación sea exitosa”. Es decir, tanto si innovamos como si progresamos, siempre lo hacemos en relación a algo que ya existe, y con el único fin de mejorar ese “algo”. No se puede innovar o progresar rechazando todo lo anterior, sino más bien transformando o cambiando lo que objetivamente no funciona. Porque, como escribió Ortega y Gasset: “El progreso no consiste en aniquilar el ayer, sino en conservar aquella esencia del ayer que tuvo la virtud de crear ese hoy mejor”.
Es cierto que la palabra “tradición” tiene como sinónimos “antiguo” o “clásico”. Sin embargo, si un supuesto progreso o una supuesta innovación no mejoran “lo antiguo” o “lo clásico”, dejan de ser “innovación” o “progreso”, y se convierten en “retrocesos” o en meros “cambios superficiales”. Pues un progreso implica “perfeccionamiento”, y una innovación que “la aplicación sea exitosa”. Sin embargo, concebimos con demasiada frecuencia que lo “antiguo” equivale a desfasado, atrasado o inútil, algo que tampoco es cierto. Así que asociamos desfasado, atrasado o inútil con “tradicional”, errando de nuevo la asociación de palabras y caricaturizando la palabra “tradición”.
No se puede vivir anclado en el pasado. Hay modos de hacer o tradiciones que se demuestran erróneas o dañinas. Otras sólo nos llevan a realizar actos rutinarios o costumbristas. Y también existen tradiciones absurdas que han perdido el sentido que tenían. En todo caso, cuando una tradición o un modo de hacer las cosas pierden su sentido o se convierten en una losa, es una estupidez mantenerlas. Defender ese tipo de tradiciones o “modos de hacer” equivale a convertirse en un “tradicionalista” o en un “reaccionario”. Pero negar el valor de toda tradición, es el otro extremo, que en el mundo educativo podríamos denominar “innovacionismo”. Y es el extremo más usual en el actual discurso educativo, ese que lleva a derribar muros o a cambiar paradigmas. Además, creo que en la educación hay valores atemporales, que permanecen al margen de toda tradición, innovación o ideología. Y deberíamos hacer el esfuerzo de discernir cuáles son antes de intentar cambiar las cosas.
Pongamos un ejemplo. Puede ser cierto que, durante años, en la enseñanza se haya abusado de la memorización. No lo sé, pues debo admitir que a mí nunca me obligaron a aprender cosas como la lista de los reyes godos. En todo caso, la memorización es buena y necesaria por sí misma. “Progresar” en este caso equivaldría a racionalizar la memorización, a buscar y a proporcionar a los alumnos herramientas para que memorizar no se reduzca a lo que conocemos como “empollar”. O a investigar de qué modo podemos ayudar a los alumnos a que la memorización lleve a interiorizar o a asimilar la materia, y que ésta no se quede en un mero “atragantamiento” de datos. Lo que no se puede hacer es rechazar la memorización o reducirla al mínimo porque “al alumno no le gusta”. O llegar a decir, por ejemplo, que “no es necesario aprender las tablas de multiplicar porque para eso ya tenemos calculadoras”, como he oído decir no sólo a gurús, sino también a maestros de primaria. Porque no es la máquina la que aprende matemáticas, sino el niño. Y si no asientan bien los conocimientos básicos, es imposible que los alumnos alcancen conocimientos complejos. O que alguno de esos alumnos se plantee estudiar física o ingeniería con garantías, por ejemplo. Es como la falacia de moda en la educación: decir que no necesitamos aprender conocimientos porque todo está en internet. El señor internet puede ser sabio, erudito, y aportar ingentes cantidades de información. Pero internet no forma, no busca, no filtra, no aporta espíritu crítico. Si internet tiene millones de datos, pero las cabezas de nuestros alumnos están vacías, ¿en qué hemos progresado?
Como he comentado más de una vez, no pertenezco a ninguna facción educativa, no me considero “innovacionista” ni “tradicionalista”. Sin embargo, me atrevo a decir que el discurso “innovacionista” de tantos gurús es tan compacto, que ha logrado crear un bando contrario que no existe, un enemigo imaginario al que ha denominado escuela “tradicional” o “escuela del siglo XIX”. Me atrevo a afirmar algo así porque aún no he encontrado a ningún profesor, ni uno solo, que abogue por “eliminar los enchufes de las escuelas”, por “memorizar la lista de los reyes godos”, por “recuperar la regla como instrumento de disciplina”, o que defienda “la clase magistral, la memorización y la repetición” como únicos y absolutos métodos pedagógicos. Si rebuscamos un poco, a lo mejor encontramos a alguno de esos profesores “tradicionalistas” a los que tanto se critica y nadie sabe dónde están…
Decía Chesterton que “la tradición es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas”. No sé si es cierto. Yo sólo puedo decir que las personas de quienes más he aprendido, quienes me han enseñado a ser profesor, a lidiar con un aula, a transmitir y a enseñar la materia, a tratar con adolescentes, a crecer y profundizar en mi profesión, han sido una serie de profesores con mucha experiencia en las aulas, algunos cuando estaban a punto de jubilarse.
Es cierto que muchas cosas no funcionan en la educación desde hace años. A pesar de todo, siempre he encontrado a un número considerable de buenos profesores y a muchos alumnos con ganas de aprender. Así que me atrevo a afirmar que, a pesar de la fiebre innovacionista, la brasa sigue encendida.

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