La idea de fondo de la escuela inclusiva es buena: procurar que todos
tengan las mismas oportunidades e intentar que se atiendan las necesidades de
los alumnos con dificultades. Creo que es algo en lo que todos estamos de acuerdo,
aunque en realidad se nos faciliten tan pocos medios para llevarlo a cabo. Sin
embargo, junto a esa idea que se introdujo con la LOGSE, se nos coló otra que no
es tan buena, y la hemos ido asimilando sin darnos cuenta: el igualitarismo.
El igualitarismo es una tendencia
que procede de las ciencias sociales. Parte de la idea marxista de que la
sociedad es injusta porque favorece a las clases privilegiadas. La pedagogía
posmoderna y la denominada “nueva educación” han interiorizado esta idea y la
han aplicado a la escuela, extrapolando la siguiente conclusión: los alumnos con
menos aptitudes son los más desfavorecidos y sufren por ello la represión de
los profesores, pues éstos los dejan de lado, otorgando los privilegios y la
atención sólo a los alumnos inteligentes. Por tanto, la escuela es opresora y hay
que arreglar la injusticia. El igualitarismo, además, da por supuesta la
clásica idea naturalista defendida por Rousseau del “buen salvaje”: el niño
llevaría en sí todo lo que hace falta para educarse a sí mismo, y es la
sociedad injusta la que interfiere en su educación y hace malo al hombre.
Ya en 1958, C.S. Lewis describió en su obra El diablo propone un
brindis en qué consiste esta tendencia aplicada a la educación. El
autor pretende hablar en boca del diablo, de ahí el cinismo y el desprecio en
el tono, o el uso de algunas palabras que omitiría si no transcribiera
literalmente:
“El principio básico de la nueva educación ha de ser evitar que los
zopencos y ociosos se sientan inferiores a los alumnos inteligentes y
trabajadores. Eso sería «antidemocrático». Estas diferencias entre los alumnos
-por ser obvia y claramente diferencias individuales- se deben disimular (…).
En las escuelas, los niños torpes o perezosos para aprender lenguas,
matemáticas o ciencias elementales pueden dedicarse a hacer las cosas que los
niños acostumbran a realizar en sus ratos libres. Déjenlos hacer pasteles de
barro, por ejemplo, y llámenlo modelar. En ningún momento debe haber, no
obstante, ni el más mínimo indicio de que son inferiores a los niños que están
trabajando (…). Los niños
capacitados para pasar a una clase superior pueden ser retenidos
artificialmente porque los demás podrían sufrir un trauma -¡por Belcebú, qué
utilísima palabra!- al sentirse rezagados. Así pues, el alumno brillante
permanece democráticamente encadenado a su grupo de edad a lo largo de toda su
carrera escolar. (…) Todos los incentivos para aprender y todas
las consecuencias negativas por no hacerlo se evitarán, y a quienes desearan
aprender se les impedirá hacerlo. ¿Quiénes son ellos para descollar sobre sus
compañeros?”.
Las diversas leyes de educación han seguido una serie de pautas para
alcanzar ese igualitarismo. Porque
parece que “bajar el listón” para que todos alcancen el nivel, se ha confundido
con la verdadera “igualdad de oportunidades”. Posiblemente la medida más
profunda y dañina haya sido dejar de insistir en los conocimientos y hacerlo en
las competencias. En lenguaje pedagógico: lo importante ya no es aprender, sino
“aprender a aprender”. De ese modo, se diluye cualquier diferencia que pudiera
darse entre alumnos a causa de la inteligencia o de la capacidad de cada uno
para aprender. No resulta extraño: el conocimiento y la asimilación de
contenidos son relativamente fáciles de evaluar y pueden llevar a la
comparación entre alumnos, por lo que resultan sospechosos de ser injustos. Las
competencias, en cambio, se evalúan de un modo muy subjetivo. De ahí, por
ejemplo, la insistencia en cambiar los métodos de evaluación con el fin de que
el alumno sólo se compare consigo mismo y con “su propia progresión”. En la
enseñanza, parece ser que el conocimiento, el esfuerzo o el mérito se han
convertido en términos “clasistas” y “elitistas”. Quizá deberíamos escuchar más
a personas como Gregorio Luri: “La
escuela fue creada para separar lo culto de lo inculto, para desarraigar a los
niños de los más inculto de su medio social”.
Curiosamente, el igualitarismo
imperante insiste en la “individualización” de la educación, seguramente por
ese motivo va de la mano con el constructivismo. Sin embargo, la
individualización que persigue esa visión igualitarista enfoca toda la
educación desde el punto de vista de los alumnos con dificultades, pues son los
“desfavorecidos injustamente”. Pero la individualización de la que se habla sólo
se refiere a la instrucción y, por tanto, a las metodologías: no es una
“personalización” de la educación o de la enseñanza, como pretende venderse tan
a menudo. Por ese motivo se habla tanto de las metodologías basadas en el juego
o la diversión, en que “cada alumno se centre en sus intereses”, o en que el
niño “construya de manera autónoma su propio conocimiento”. O se considera, por
ejemplo, que un Ipad por alumno garantiza una educación individualizada, cuando
lo máximo que consigue es una “educación digitalizada”. Curiosamente, buscando
esa “individualización”, se acaban estandarizando metodologías “democráticas”
para todos. Porque lo importante ya no parece ser aprender, sino compartir el
conocimiento, aunque no se sepa nada. De ese modo, evitamos toda posible
comparación. Con estas premisas, cada uno “explotará sus propios talentos” porque
por lo visto “todos los niños pueden ser Einstein”. Y se acabará la injusticia y
la opresión en las aulas... Sin embargo, esas formulaciones son utópicas. Y
creo que equivalen a engañar a los alumnos. A ellos y a sus padres. Lo
explicaré en otra entrada.
Existe una idea muy peligrosa que es el resultado de la unión entre el
igualitarismo con el constructivismo pedagógico: si cada
alumno construye su propia verdad y si todos deben ser atendidos justificando
su peculiaridad individual, resulta complicado (por no decir imposible)
enunciar valores morales que tengan validez para todos los alumnos. Por
ejemplo, está de moda la técnica de “resolución de conflictos” en que, dado un
problema o enfrentamiento, hay que llegar a un acuerdo intermedio. Ya no
importa el criterio de verdad o la culpabilidad (o responsabilidad) personal:
sólo alcanzar un acuerdo de “buen rollo” en el que nadie es realmente responsable
de nada. La consecuencia a nivel de convivencia no es otra que el relativismo
total. La siguiente cita de Inger Enkvist puede servir para ilustrar esta idea,
tan extendida en los colegios, y tan sufrida en la práctica por los docentes:
“Parece que la convivencia que se propone no está relacionada con
el trabajo bien hecho (…) sino [que es] una convivencia fundamentada en
la única consigna de no herir los sentimientos del compañero o alumno, ¡aunque
éste se porte mal! Un alumno puede negarse a obedecer y a trabajar, y aún así
tener derecho a estar en el aula molestando a los demás sin que nadie se atreva
a criticarlo, porque el que critica es acusado de intolerante” (Educación,
guía para perplejos, ed. Encuentro, pg. 17).
Creo que se ha desvirtuado la idea de “escuela inclusiva” hasta
convertirla en una burda caricatura: en ese igualitarismo que ya hemos asumido como algo normal en las aulas.
De ese modo, en la práctica, la “atención a la diversidad” se ha convertido en una
forma de justificar cualquier actitud o comportamiento, en una educación basada
tan sólo en “comprender” a cada alumno y ofrecerle, como si fuera lo mejor que
podemos darle, toda nuestra empatía... Parece que en la educación tengan más valor
las “buenas intenciones” que el aprendizaje. Asimismo, hemos bajado la
exigencia hasta casi eliminar el esfuerzo personal, hemos negado a los buenos
estudiantes el mérito del trabajo bien hecho, y hemos recortado de
conocimientos los currículums para que “todos alcancen el nivel” y para que “nadie
se sienta discriminado” si no lo alcanza. Pero eso no equivale a ofrecer
“igualdad de oportunidades”, sino que se trata más bien de la eliminación de
toda oportunidad. La escuela ya no es un ascensor social. Porque creo que
democratizar la educación no equivale a “igualar por abajo”, que es lo que en
realidad ha ocurrido en los últimos años.
Esta es la conclusión de C.S. Lewis al respecto: “En una palabra: podemos esperar razonablemente la abolición virtual de
la educación cuando la idea del ‘soy tan bueno como tú’ se haya impuesto
definitivamente”. Aunque soy optimista: creo que el “igualitarismo” tan
sólo es una tendencia que ya dura demasiado, y se nos pasará tarde o temprano.